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Introducción
Jack Kerouac
Esa loca sensación en América cuando el sol calienta las calles y la música sale del jukebox o de un funeral cercano, eso es lo que Robert Frank a capturado en tremendas fotografías sacadas mientras viajaba por carretera alrededor de casi 48 estados en un viejo coche usado (becado por la Guggenheim) y con la agilidad, el misterio, el genio, la tristeza y el extraño secreto de una sombra ha fotografiado escenas que nunca antes habían sido vistas en película. Por esto sin duda será celebrado como un gran artista en su campo. Después de ver estas imágenes, terminas por no saber si un jukebox es más triste que un ataúd. Eso es porque siempre anda sacando fotos de jukeboxes y ataúdes (y de misterios intermediarios como el sacerdote Negro agachándose bajo el brillante y líquido vientre del mer del Mississippi en Baton Rouge por algún motivo al atardecer o temprano al amanecer con una blanca cruz nevosa y secretos conjuros nunca oídos más allá del bayou). O la imagen de una silla en un café con el sol filtrándose de la ventana para envolver la silla en un halo sagrado que nunca pensé que podría ser capturado por una película y mucho menos descrito enteramente con palabras en su hermosura visual.
¡El humor, la tristeza, la TOTALIDAD y Americanidad de esas imágenes! Un culo inquieto alto y delgado de vaquero a la salida del Madison Square Garden ante la temporada de rodeo, triste, larguirucho, increíble – Un tramo largo de carretera nocturna apuntando como una flecha a las inmensidades y a la llana e imposible-de-creer América en Nuevo México bajo la luna del prisionero—bajo el tantán de la guitarra estrella—Demacradas viejas rancias damas de Los Ángeles inclinadas intentando mirar desde la ventana derecha delantera del coche de Old Paw un domingo embobabas criticando para explicarles América a los niñitos del asiento trasero todo salpicado—el tipo tatuado durmiendo en la hierba de un parque de Cleveland, roncando muerto al mundo en una tarde de domingo con demasiados globos y barquitos—Hoboken en invierno, una plataforma llena de políticos todos con pinta normal hasta que de repente al otro extremo ves a uno de ellos fruncir los labios en una plegaria política (probablemente bostezando) que ni a un alma le importa—Un viejo dudoso con un bastón de anciano ante los viejos escalones hace tiempo derruidos—Un loco descansando bajo el palio de una bandera americana en un viejo coche roto en un patio de la fantástica Venice California, podría sentarme allí y pergeñar 30000 palabras (cuando trabajaba como ferroviario atravesé muchas veces por patios como ése asomándome desde la vieja cafetera humeante) (botellas vacías de Tokay entre la maleza de las palmeras)—Robert recoge a dos autoestopistas y les deja conducir el coche, por la noche, y la gente mira a sus dos caras mirando adustos hacia delante en la noche (“Visionarios ángeles indios que eran visionarios ángeles” dice Allen Ginsberg) y la gente dice “Uy parecen tan malos” pero todo lo que quieren hacer es ir como flechas por la carretera y regresar al saco –Robert está aquí para contarnos eso—St. Petersburgo Florida los abueletes pensionistas en un banco de la bulliciosa calle principal apoyándose en sus bastones y hablando sobre la seguridad social y una increíble mujer (creo) Semínola medio negra tirando de su cigarrillo con sus propios pensamientos, una imagen tan pura como el más hermoso solo de tenor de jazz...
Una imagen tan americana—las caras no manipulan ni critican ni dicen nada excepto “Así es como somos en la vida real y si no te gusta no me importan ‘porque vivo mi vida a mi manera y que Dios nos bendiga a todos, tal vez”... “”si se merece”...
Oye solitario ay de Lee Lucien, una cesta de gatitos...
Qué poema, qué poemas podría escribir sobre este libro de fotos algún día algún joven nuevo escritor a la luz de una lámpara inclinándose para describir cada misterioso detalle gris, la película gris que captó el verdadero jugo rosado de la humanidad. O si era la leche de la bondad humana, como lo quiso Shakespeare, al contemplar estas imágenes da igual. Mejor que una exposición.
Locacarretera conduciendo a la gente hacia delante—la carretera loca, solitaria, conduciendo en curvas a las aperturas de espacio hacia el horizonte de nieves de Wasatch que nos fue prometido en la visión del oeste, alturas vertebrales del fin del mundo, la costa del Pacífico azul estrellada en la noche—deshuesadas lunas de medio plátano pendientes en el cielo de la noche enmarañada, las tormentas de las grandes formaciones en la neblina, el invisible insecto acurrucado en el coche a toda velocidad hacia delante, iluminados—La pieza cruda, el drag, el culo, la estrella, el girasol en la hierba—tierras de culo anaranjado del oeste de la Arcadia, arenas desoladas de la tierra aislada, intemperie de exposiciones al infinito en un espacio negro, casa de la serpiente de cascabel y de la taltuza—el nivel del mundo, bajo y llano: la cargante muda sin descanso ni voz carretera inclinándose en un ataque de poder de lona en la ruta, fabulosos argumentos de terratenientes en verdes imprevistos, cunetas a los lados de la carretera, mientras miro. De aquí a Elko a lo largo del nivel de esta clavija paralela a los postes telefónicos puedo ver un bicho jugando bajo el sol caliente—zás, haz dedo más allá del tren de mercancías más rápido, gánale al humo, encuentra los muslos, gástate lo bueno, tira la mortaja, besa el lucero del alba en el vaso del alba—locacarretera conduciendo a la gente hacia delante. Trazos de lápiz de nuestro más débil deseo en el viaje al horizonte conciliados, la nube entrometida se ofusca en un enfangarse de distancia sin habla, las nubes oveja negra se cuelgan de una paralela por encima de los vapores de la CBQ—Pequeñas rocas de Missouri apiñadas atormentan los páramos, campos marrones secos ásperos llegan a la luz de la luna con el culo brillante de una vaca, postes de teléfonos escarban como palillos el tiempo, “punteando la inmensidad de puntos” el enloquecido viajero del coche solitario imprime su ansiosa insignificancia en placas y matrículas con el molde de la promesa de la vida. Escurre tu cuenco en el viejo Ohio y en las llanuras indias y de Illini, trae tus grandes ríos enlodados a través de Kansas y las tierras de barro, Yellowstone en el norte helado, agujerea lagos en Florida y L.A., levanta ciudades en la llanura blanca, moldea tus montañas arriba, adorna el oeste, engalana el oeste con valientes acantilados con setos levantándose hacia fama y alturas prometeicas—planta tus prisiones en la cuenca de la luna de Utah—empuja a tientas tierras de Canadá que terminan en las bahías árticas, uno del derecho otro del revés teje tu cuello mexicano, América—vamos a casa, a casa.
Descansando sobre su almohada satinada en el trance tremendo de la muerte, el Hombre, negro, y los locos dolientes que pasan a echarle un vistazo al Rostro Santo para ver cómo es la muerte y la muerte es como la vida, ¿cómo si no?—Ya sabes lo que dicen los sutras—La convención de Chicago con la cara elegante honrada persuasiva confiada con un puro de jefe sindical gordo como Nerón y deseoso como César en la atronadora
cerveza del vestíbulo inclinándose en confidencia—La mesa de juego en Butte Montana con pósters de elecciones pasadas y pequeños artilugios sobre los que golpear, la misma página editorial—
El coche envuelto en una elegante lona carísima (conocí a un camionero que pronunciaba lona de una manera muy particular) para que el hollín de la Malibú sin hollín no pidiera nuevo encerado mientras el dueño carpintero de a dos dólares la hora echa una cabezadita en casa con tele y señora, todo bajo las palmeras por nada, en la noche cementerial de California, aj, uf—En Idaho tres cruces donde los accidentes, donde ese espigado vaquero casi llega al Madison Square Garden cuando estaba a una milla—“Te dije que esperaras en el coche” dice la gente en Américca y entonces Robert echa un vistazo y fotografía a esos niñitos esperando en el coche, bien tres niñitos en una limusina, opíparos e impíos, o niñitos pobres que apenas pueden mantener los ojos abiertos en la Ruta 90 en Texas a las 4 a.m. mientras papá va a los arbustos y se estira—Los monstruos de la gasolina se levantan en los llanos de Nuevo México bajo grandes carteles que dicen AHORRA—el dulce bebé blanco en los brazos de la enfermera negra ambos perplejos en los Cielos, una imagen que debería haber sido explotada y colgada en la calle de Little Rock mostrando el amor bajo el cielo y en el vientre de nuestro universo la Madre—Y la imagen más solitaria nunca vista, las letrinas que las mujeres nunca ven, la limpieza de zapatos en triste eternidad—
Guau, y por encima del cementerio chino las flores de una colina de San Francisco clavadas con niebla de patatal en una noche de marzo en el que se diría que nadie estaría por allí excepto el gato de goma—
A cualquiera no le gustan esas fotitos no le gusta la poesía, ¿o no? A cualquiera no le gusta la poesía y se va a casa y ve en la tele escenas de vaqueros con sombreros grandes aguantados por caballos amables.
Robert Frank, suizo, discreto, amable, con esa pequeña cámara, que levanta y dispara con una mano se tragó un triste poema desde la misma América y lo pasó a película, haciéndose un sitio entre los grandes poetas trágicos del mundo.
A Robert Frank ahora le doy un mensaje: Tienes ojos.
Y digo: Esa pequeña vieja solitaria ascensorista que mira hacia arriba suspirando en un ascensor lleno de demonios borrosos, ¿cómo se llama? ¿dónde vive?
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