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Últimamente percibo como una lógica internauta que parece dominar el montaje, un rechazo de la fijeza, una tendencia a la dispersión, a los saltos, etc. Cada tesela abre una ventana, cada ventana enlaza con otra, y ésa con otra.
Miedo y placer del laberinto. Un laberinto de encuentros.
Encuentros otros para aprender fomas de libertad: Rojas, Milán, Viel Temperley, Kozer, Moro, Deniz, Martínez Rivas, Eielson, Gelman, Westphalen, etc.
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Acumulación, recorte, montaje: al pensar en esas tres fases de la escritura de un poema advierto un cambio entre a la escritura de hace unos años y la de ahora: antes, las tres fases ocurrían de forma prácticamente simultánea. Una vibración de memoria o mirada (acumulación) manifestándose como materialidad susceptible de ser perfilada (recorte) o desplazada (montaje), todo en un lapso breve y físico. Eso, al margen del tiempo previo de atención, del llamado, la voluntad del poema (de duración variable: desde lo instantáneo a una búsqueda más o menos demorada en días).
Ahora, en cambio, la fase acumulativa se desliga visiblemente de las otras dos: está el cuaderno donde a lo largo de un día, de dos, voy recogiendo materiales oídos, leídos, pensados, etc. Todo sin hilo, todo voluntariamente disperso, guiado únicamente por el capricho, el gusto personal o la sorpresa. Lleno una página o página y media, y luego cambio de medio: copio todo ese material de forma seguida, sin pausas, en el ordenador, y ahí paso a recortar y montar hasta que el poema (si hay suerte) aparece. Ya no sé qué va a decir el poema, voy sabiéndolo a medida que lo manipulo y aparecen relaciones de intensidad, inesperados sentidos. Palpando palabras, masajeándolas hasta descubrir texturas, brillos, simetrías; un flujo de música. Trabajo el fragmento, la tesela individual (esa figura) que entra en diálogo con las otras. A veces ese diálogo habla de su imposibilidad (semántica / musical), a veces de una atracción ineludible. Aparecen patrones, recursividades que acepto o llevo a su contrario; mirada y memoria surgen en chispazos que hablan con lo otro y libran peso; aparece el espejo del acto mismo de escritura; aparece en ocasiones una memoria proyectiva. Circulan elipsis que me van tocando. Eso (una extrañeza reconocida, reconociéndome, en reconocimiento) que ya no sé, tira de mí.
A menudo pienso que esta forma de trabajar podría esperarse antes de un artista plástico que de un poeta. No en vano, cuando leo a Motherwell, a Beuys, a Rauschenberg, a Hesse, a Richter, a Marden, a Twombly, a Viola, a Kapoor, etc. siento sus problemas más cercanos que los de muchos poetas (y, al menos, tanto como los de los poetas que más me interesan).
Gerhard Richter, en una anotación del 28 de febrero de 1985: “Dejar que una cosa venga, en vez de crearla –sin afirmaciones, construcciones, invenciones, ideologías—para tener acceso a todo lo que es genuino, más rico y vivo: eso que está más allá de mi entendimiento” [en The Daily Practice of Painting].
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